martes, 17 de marzo de 2009

Hacía unos veinte días que no escribía nada y el día no parecía invitar a ello. La humedad y el frío contrastaban con un sol incipiente que parecía sonreír a los afortunados que podían pasear por alguna larga avenida camino de la playa más soleada que pudiera visitarse. Mientras, yo me encaminaba a mi pequeño cubil esperando encontrar la inspiración y que el sonido de las teclas tintineando alegremente acercaran más a la Musa caprichosa que a veces me ampara y otras me rechaza. Intentaba vaciar un poquito las inquietudes que, cuando atenazan, intentas ocultar, porque sino el aire se te hace irrespirable y las extremidades flojean. No me iba a rendir, lo iba a hacer, iba a conseguirlo, nada es imposible cuando la empresa es noble. Había pasado un pequeño invierno en mi mente, que no en mi corazón que ardía en deseos de abrazar y de besar y de reír y llorar. A veces parece que dejas a tu cerebro en suspenso, nada es demasiado importante ni deja de serlo, simplemente no te lo planteas. Todo son emociones, dejas que te rodeen, que te acojan en su seno. Es una buena sensación, la racionalidad es, a veces, una excusa para no sentirse desgraciado porque no tienes a quien achuchar. ¿Para qué sirve el mejor trabajo o la tarea más ardua si luego no hay nadie para escucharte? Piensa en una fábula con un científico que, aislado del mundo, intenta llevar a cabo su experimento más arriesgado, esperando salvar a la humanidad. Y, de repente, se da cuenta que no hay humanidad a la que salvar pues ha estado demasiado tiempo fuera, todas las personas a las que importaban y le importaban a él han desaparecido. Al final, siempre hay una mirada que te comprende y unos brazos que te rodean. Eso tiene sentido.